El poder de la ropa
¿Es algo tan aparentemente nimio como la forma en la que nos vestimos importante en las interacciones sociales? Si es así, ¿hasta qué punto juega la ropa un rol más en nuestras vidas?
Pregunta a antropólogos, sociólogos e historiadores: en toda cultura humana se adorna el cuerpo con el objetivo de embellecerlo de una manera u otra, ya sea mediante tatuajes, joyas, tocados, telas, bisutería o pintura. Desde que las sociedades existen, ha servido como indicador de la posición social de la persona. ¿Pero qué influencia ejerce en nosotros desde un punto de vista psicológico?
La ropa permite al portador expresarse de forma no verbal, y a los demás percibirlo. Esto, desde la psicología social, es conocido como la ‘cognición social’; de forma que analizamos e interpretamos la forma en la que se muestran exteriormente los demás. Por mucho que nos sean recordadas frases como ‘no juzgues a un libro por su portada’; en menos de tres segundos ya hemos accedido a nuestros esquemas mentales sobre personas. Todos tenemos estos esquemas mentales; los cuales nos ayudan a ordenar y almacenar la información sobre los demás y acceder a ellos de forma rápida para realizar el menor esfuerzo posible.
Paul Ekman, entre muchos otros autores, ya nos hablaban de las expresiones faciales, universalmente compartidas y clave de las relaciones interpersonales; pero, ¿y el atuendo?
Neil Howlett y Karen Pine, Psicólogos de la Universidad de Hertfordshire, Reino Unido; llevaron a cabo un estudio en el que a una serie de voluntarios le eran mostradas dos fotografías: en una se mostraba a un hombre con un traje de tamaño estándar, genérico; esto es, era de su talla, pero no le encajaba. Y en la otra foto, era el mismo hombre pero con un traje hecho perfectamente a medida. En ambas fotos, las caras del modelo eran pixeladas para que sus expresiones no interfirieran en las opiniones de los voluntarios. Encontraron que la foto calificada más positivamente en todos los atributos era la del traje a medida. Ambas fotos eran de la misma persona, es decir, en ambas ocasiones, el portador era igual de ‘exitoso’, ‘confiable’, ‘asalariado’ o ‘seguro de sí mismo’; pero fue su ropa la que le hizo aparentar una imagen mucho más positiva hacia los demás de él mismo.
Este truco ya han sabido aprovecharlo los diseñadores de moda desde hace años: emplean vértices, ángulos y curvas y la atracción que estas formas ejercen sobre nuestras neuronas. Además de ello, posicionan adornos y ángulos sobresalientes de forma que se vea alterada la percepción de la forma corporal, estilizándola (Shapley, Maertens, 2008).
Si lo llevamos un poco al extremo, encontramos la parte menos estética de la vestimenta; pero que es igual o incluso más poderosa. En los centros penitenciarios es común que el recluso pierda una parte de su identidad al despojarle de sus objetos personales así como de su indumentaria y cambiar esta última por un traje que inmediatamente le somete a estar en otra posición social, otro grupo social.
Señalemos dos importantes experimentos en los que, no se estudiaba directamente el ‘poder’ que la ropa ejercía en sus portadores; pero sí indirectamente.
Empecemos con el experimento del psicólogo Stanley Milgram, quien anunció en el periódico la necesidad de voluntarios que quisieran ser partícipes de un estudio sobre “aprendizaje” llevado a cabo por la Universidad de Yale. Lo que en realidad estaba estudiando Milgram era la obediencia y la consciencia personal; cuán lejos era la gente capaz de llegar al obedecer instrucciones si estas significaban dañar a otra persona.
El grupo de voluntarios era dividido en dos y a cada parte del grupo se le daba unos papeles: unos eran ‘profesores’ y los otros eran ‘alumnos’. Estos últimos eran actores y el reparto de papeles había sido originalmente trucado para que fuera así; pero los voluntarios que hacían de profesores, no lo sabían.
Los ‘profesores’ se sentaban en una mesa en la que había un panel de control. A los voluntarios, les decían que debían decir una pregunta y si los ‘alumnos’ la respondían bien no pasaba nada; pero si la respuesta era errónea, debían accionar el panel de control, el cual estaba (supuestamente) conectado al ‘alumno’, de forma que le daba una descarga eléctrica.
No sólo eso, si no que conforme iban fallando más, la potencia de la descarga también iba in crescendo hasta la última fase que podía ser una descarga mortal.
El experimento fue incrementando poco a poco; fallaban en numerosas ocasiones a propósito para ver si los voluntarios subían la potencia de la descarga. Estos, en su mayoría, eran obligados por otros ayudantes de Milgram; que vestían batas blancas, lucían placas indicando sus posiciones de doctores y por tanto, eran los que ‘mandaban’ en el experimento.
Los actores cada vez gritaban más, actuando como si de verdad estuvieran hiriéndoles. Muchos voluntarios miraban incrédulamente a los hombres con bata, quienes les daban las órdenes, pero, aun así, aumentaban la potencia de la descarga cuando les era indicado.
Este experimento sacó a la luz que las personas, al estar bajo las órdenes de un ‘superior’ pueden llegar a hacer atrocidades, pues el sentimiento de culpa no era tan fuerte, ya que son unos ‘mandados’ como solemos decir (sirvió también como explicación de las causas de la segunda guerra mundial y el holocausto).
Pero es crucial resaltar la importancia del atuendo. Estos voluntarios confiaban en la persona con bata blanca, aquella que parecía la que entendía sobre el experimento y sus consecuencias.
Otro ejemplo fue el que nos mostró el psicólogo Philip Zimbardo y su famoso experimento de la ‘Prisión de Stanford’; el cual era muy similar; sólo que en este, a unos jóvenes voluntarios se les daban unos uniformes de policía; lo cual les hacía comportarse de manera increíblemente distinta a como eran realmente. Infligieron vejaciones al grupo de voluntarios que se hizo pasar por presos; teniendo que parar de inmediato el experimento.
De nuevo, la vestimenta les puso en una posición social peligrosa; su autopercepción cambió; llegando a comportarse de manera nociva hacia sus iguales.
- Esto nos lleva a la conclusión de que quizá estemos infravalorando algo tan común y habitual como nuestra ropa; la identidad que enseñamos al resto. Algunos estudios indican que un altísimo 60%, (incluso hasta un 93% en otros estudios) de nuestra comunicación es no verbal. Y hasta la fecha esto significaban expresiones, microexpresiones, acciones y gestos, pero ¿y la ropa? ¿hemos de empezar a tratarla como un indicador más de nuestra persona?